Textos y reflexiones

Bruce Chatwin y Erich Šlomović

Coleccionar el siglo XX

Joaquín García Martín

En 1988, una año antes de su muerte, Bruce Chatwin publicó “Utz”, una novella, en la tradición mitteleuropea, que cuenta la historia de un coleccionista de porcelana de Meissen al otro lado del Telón de Acero. Se trata de una pieza casi perfecta en su propuesta: desde el escenario, Praga, hasta el objeto de la trama, lo absurdo de pretender conservar un material tan frágil como la porcelana en medio de los violentos cambios del siglo XX, Chatwin juega a la perfección con las convenciones del género. El hecho de que el objeto de deseo del protagonista sean precisamente las figuritas de Meissen, una exquisitez aristocrática y sofisticada, y producto de una sociedad decadente, e incluso la estructura de la narración de cajas chinas, todo nos recuerda a los mundos en miniatura de Stefan Zweig y Arthur Schnitzler.

El Utz literario es el último descendiente de una familia de la baja aristocracia teutona que ha mezclado su sangre (y su fortuna) con la burguesía judía. Es, por lo tanto, un ejemplo ideal de la ciudadanía ilustrada europea de su tiempo. De pequeño, en el castillo de la abuela, conoce y se enamora de la historia de la porcelana y, en concreto, de las creaciones de la fábrica de Meissen. La mítica figura de Federico Augusto, el misterio Bottger, el inmenso poder económico de la China imperial, condensados en las pequeñas esculturas que relatan las aventuras galantes de la Comedia del arte entre estertores rococó, constituyen una de las metáforas más originales del XVIII europeo.

Pero la historia de Utz transcurre en un tiempo y un espacio que verá y pasará por muchas cosas. Es demasiado judío para la Gestapo y muy burgués para la policía política del Partido. La colección de porcelana sobrevivirá a las guerras, penurias y cambios de régimen que asolan el continente desde la caída de la monarquía bicéfala hasta la de la careta soviética en la Primavera de Praga. Su historia, es la de un personaje de Chéjov en un paisaje de John LeCarré.

Su autor sabía de lo que hablaba: apenas veinte años antes había trabajado para Sotheby's como ojeador en una época en que las colecciones de familias venidas a menos o de los últimos representantes de gustos y clases desaparecidas todavía escondían tesoros. Se supone que la novella se inspira en un personaje real que habría conocido a finales de los sesenta. En 1988, cuando empieza a sentir las primeras consecuencias de la infección de VIH, Bruce Chatwin se sienta a escribirla. Será su última novela.

En ese mismo momento, en Serbia, las tensiones étnicas, religiosas y políticas están a punto de hacer estallar la última de las guerras europeas post Antiguo Régimen. Mientras la crisis del SIDA y la Guerra de los Balcanes se suceden en los inocentes telediarios europeos, el Museo Nacional de Belgrado conserva parte de una colección que, como la de la novela de Chatwin, recorre y refleja el convulso siglo XX.

Erich Šlomović (1915-1942) fue un coleccionista judío yugoslavo, este si, real, de la misma generación que Utz. En los años 30 viaja a París, entra en contacto con los ambientes vanguardistas de la época y empieza a coleccionar arte mientras trabaja como secretario para el mítico marchante Ambroise Vollard. Cuando éste muere en un accidente de tráfico, Šlomović hereda parte de la colección de su jefe, que incluye piezas clave de Cézanne, Renoir, Degas, Matisse o Derain.

Con el inicio de la expansión nazi, Šlomović deposita unas 200 telas en la Societé Générale y huye hacia Zagreb con el resto, más del doble de obras, amontonadas en un camión. La llegada de los alemanes a su ciudad natal en 1941 le obliga a trasladarlas de nuevo. Esta vez a un pueblo, en donde las oculta en una doble pared de una granja. En 1943 es detenido por la Gestapo y desaparece junto a su padre y su tío en el campo de concentración de Sajmište.

Pasan los años, las guerras y los regímenes totalitarios por el Este de Europa y, en 1946, la madre de Erich llega a un acuerdo con las nuevas autoridades comunistas para desvelar el escondite de la colección y cederla al estado a cambio de una compensación. Conservadores, comisarios políticos, policías y campesinos locales colectivizados asisten a la reaparición de una exquisita colección de arte de vanguardia francés de entre los ladrillos de una granja en la campiña serbia. Pero mientras vuelven a la capital de la república comunista, la columna de coches sufre un accidente. La señora Šlomović, muere dejando al estado serbio como único propietario de los cuadros, que pasan a engrosar las colecciones del Museo Nacional de Belgrado. En 1977 en Paris, la Societé Générale procede a la apertura por impago una caja de seguridad a nombre de Erich Šlomović que llevaba cerrada 37 años años. Conservadores, banqueros, policías y empleados de medios de comunicación ven surgir de su interior la otra mitad de una colección mítica. En 1981 dan comienzo los juicios por los restos del naufragio del siglo XX entre los herederos de Vollard, los de Šlomović, el gobierno serbio y asociaciones de supervivientes judíos.

Bruce Chatwin muere por complicaciones derivadas del VIH en 1989. “Utz” está entre los finalistas del premio Booker de ese año junto a “Los versos satánicos” de Salman Rushdie. La geopolítica mundial cambia el eje de Europa al Medio Oriente. En 2005 un anticuario norteamericano se fija en una representación del Salvator Mundi en el catálogo de una subasta en Nueva Orleans. En 2019 se inaugura la nueva y mejorada versión del Museo Nacional de Qatar.

Histórico Textos y reflexiones

Para una historia de la galería de arte en el cine

Joaquín García Martín

El cine comercial es fabrica y es espejo. Construye arquetipos y los distribuye pero también refleja una realidad. Con eso podríamos contar una historia de la galería de arte en el cine.

Aquí un resumen de cuatro posibles capítulos:

1. El comercio del arte, tal y como lo conocemos hoy, comienza en Paris a finales del siglo XIX, como el caso del Marchante de Arte de Le Plaisir de (Max Ophuls, 1952), basado, como los otros dos episodios que conforman la película, en otros tantos relatos de Guy de Maupassant. Ophuls no llegó a conocer la Belle Époque pero casi toda su filmografía ocurre en este periodo.

El Marchante no tiene nombre y el Artista acude a su negocio para venderle sus pinturas que este expondrá y luego revenderá a los coleccionistas. El local donde tiene su negocio es amplio y está lleno de cuadros: sobre las paredes, en caballetes o apilados contra la pared, en paneles construidos entre las columnas de hierro, entre cortinajes y kentias. El techo es un gran lucernario cubierto en parte por un toldo lleno de borlas y alamares. Es que a luz natural resulta crucial para apreciar la calidad de un cuadro. También es cierto que la iluminación nocturna es de gas.

Las pinturas del Artista son (claramente) ilustraciones con un trazo y una estética propios de los años 50 pero la obra expuesta es la que podemos esperar de la época en la que transcurre la acción de la película: marinas, escenas costumbristas, rebaños de ovejas por el campo, bailarinas en el teatro, paisajes al atardecer, en una especie de impresionismo básico.

El personal del negocio trabaja a la vista del público, no parece haber más estancias en la tienda. El Marchante y sus empleados se reparten entre un mueble alto que recuerda al de una casa de subastas, y un escritorio situado en medio de la sala. Entre las plantas y los sillones de brazos torneados e intrincadas telas pasean caballeros con sombrero de copa y algunas mujeres y consultan en un folleto la información de los cuadros que están mirando.

Distinguimos a los clientes del Marchante y del Artista porque estos últimos no llevan sombrero en el interior. El Marchante es un hombre con barba, mediana edad y un aire de cierta autoridad. Levanta los cuadros y los mueve hacia la luz mirándolos con los ojos entornados, como hace un profesional. Adquiere las obras del pintor in situ, una vez que ha comprobado su interés o calidad gracias a su ojo experto. Saca un fajo de billetes y de lo entrega al Artista. La compraventa se cerraba ya, entonces, con un apretón de manos. En varios momentos demuestra saber de la volubilidad y las debilidades propios del Artista y frente a estos reacciona con sabio pragmatismo.

2. Como es bien sabido, tras la Segunda Guerra Mundial, la capitalidad del arte atraviesa el Atlántico y pasa a residir en Estados Unidos. Allí entrará en contacto con los grandes productos nacionales de la época: el capitalismo, el noir y el átomo como vemos, casi en tiempo real, en Kiss me Deadly/El beso mortal (Robert Aldrich, 1955).

La primera descripción que se hace del Galerista Moderno es “a dealer of abstract art or something” pero luego aparece su nombre en una sólida y elegante placa de metal y dice Mist’s Gallery of Modern Art (además del juego de palabras con el apellido). No le veremos trabajar ya que, durante su participación en la película, duerme artificialmente en un elegante conjunto de cachemir. Cuando el protagonista (y la cámara y nosotros) recorre su pasillo podemos ver un sorprendente conjunto de arte de la época de calidad museo. Curiosamente, a pesar de lo que nos dijeron al presentarle, todo es figuración, nada de arte abstracto. Llama la atención un Morandi que, conociendo a Aldrich, probablemente era de verdad. Todos los cuadros, de hecho, parecen demasiado buenos como para ser obra de un atrezzista. En otro lugar vemos una gran colección de obra sobre papel. También sorprendentemente realista para estar en un decorado de cine. Hay obras de arte incluso en la escalera que conduce al piso superior (¿galería abajo-vivienda arriba?). Escucha música clásica, tiene una gran cantidad de productos de belleza en el tocador y consume barbitúricos a mansalva, reacciona cobardemente ante la violencia. Todo esto, según los códigos del cine de los años 50, nos indican que el personaje es homosexual.

3. En Nueve semanas y media (Adrian Lyme, 1986) la galería está situada en Spring Street en Soho, de la que toma en nombre. Es el triunfo de Nueva York como capital mundial del arte y la configuración de la galería tal y como la conocemos a día de hoy.

Un local claramente reconvertido a un interior blanco, con señalética en el escaparate y un mesa blanca a la entrada con flores frescas. En la planta de calle está el espacio expositivo, en la reforma han construido una doble altura a la que se llega por una rígida escalera de geometría exagerada. La parte publica es blanca y aséptica pero en la oficina hay plantas y fotos colgadas con chinchetas.

Galerista y empleadas tienen una relación personal amistosa y se timan y bromean. Un galerista, tres empleadas y un gay con gafas. Monocromía, croissants take away sobre fondo blanco y lampara Tizio. Organizan una inauguración con críticos, coleccionistas y alcaparras y en sus exposiciones ordenan los cuadros por colores, sentados, bohemiamente, en el suelo. En la galería de la película vemos exposiciones reales de George Segal y Sarah Charlesworth

La galerista se apasiona por un artista auténtico, de los de verdad, real, sincero, al que defiende ardorosamente ante el escepticismo general. Trabaja mucho revisando diapositivas, en el proyector o en sus fundas de plástico, aunque al final terminará por visitarle ya que, de lo auténtico que es, tiene siempre el teléfono descolgado. Allí, en el campo, lejos de todo, admiran fascinados los reflejos de la luz sobre las escamas de los peces que acaba de pescar el mismo en su autenticidad.

En los años 80, en la inauguración de la exposición, hay punks, new wavers, gafas de pasta, pamelas, un catering con un chef vestido de chef, gays y Ron Wood. El clima es muy distendido y hay mucho ruido y hace calor. No tienen aire acondicionado todavía. Hacen fotos con cámaras con flash y fuman en el interior. La autenticidad del artista de verdad queda en evidencia en su incapacidad para integrarse con el resto de los asistentes al evento.

4. Hoy mismo, está pasando: Velvet Buzzsaw, (Dan Gilroy, 2019) comienza en una feria de arte en Miami pero la galería en la que sucede la acción está en Los Ángeles y tienen otra sede en Londres. El mundo del arte es global y multifacético. El crítico se pasea por los stands, los asistentes traen cafés en sus vasos de plástico y papel con tapa, tan difíciles de reciclar. El ecosistema artístico es endogámico y artistas, galeristas, críticos, comisarios, advisors y coleccionistas se entremezclan entre si en inauguraciones, fiestas con vistas al océano, casas de diseño y gigantescas galerías. Estas ya tienen un pasado: empezaron como un proyecto punk (se sobrentiende que en los años 90) y se han convertido en “proveedores de buen gusto” con sucursales en distintas capitales. Aparecen nuevas categorías artísticas, del emergente al consagrado y al desconocido que rescatar. Se habla de estrategias globales y de branding.

Haze Gallery tiene varias sedes llenas de cubículos y particiones. Hay oficinas, despachos, almacenes, restauración y una cantidad de personal trabajando difícil de calcular. Pero hay un Mac casi en cada mesa. Los espacios de exposición son parecidos: paredes blancas, cristal y ángulos rectos y suelo de cemento pulido. Los personajes consumen mucha moda y su estatus dentro del mundo del arte se adivina por su Birkin o su Miyake. La galerista tiene una casa en el desierto, rollo prairie, en la que, sobre las paredes de ladrillo o piedra visto, hay un sitar, un mueble mallorquín o un supuesto Caravaggio y por la que se pasea un gato esfinge.

Hay mas capítulos para esta historia de la galería de arte en el cine.

Continuará.

Entrevista Billy - El Acumulador

Joaquín García Martín

Es 1982, en Los Angeles, y el periodista y crítico francés Michel Climent conversa delante de las cámaras de televisión con el director de cine Billy Wilder. Primero en su oficina y, luego, en su casa, un apartamento en un edificio brutalista de los años 70, “decorado” como se hacía en la época: muebles comprados en distintos momentos de su vida, acumulación de objetos con significado sentimental e incluso útiles, espacios creados por el uso y la actividad diaria. Wilder le enseña las vistas desde la terraza, el mar, y señala donde estaban los antiguos estudios de la Fox.

De pronto, la voz del director enumera en su inglés con acento alemán pero con perfecta pronunciación en el resto de idiomas, apellidos, sobre todo, franceses y alemanes: “Un par de Picassos, un Jawlensky, un Vuillard, un Braque y un Chagall, un retrato de Kandisky por Gabriele Munta, otro Jawlesky… dos desnudos de Kirchner, otro desnudo de Suzanne Valadon,… un Dufy, “Promenade des anglais”, un Picasso azul, una acuarela de Renoir y en la esquina un Giacometti.” La cámara hace una panorámica de izquierda a derecha sobre la pared llena de cuadros, desde el borde del sofá hasta el inicio del techo. “Y por supuesto”, sigue, “ahí tengo pinturas que no se ni dónde colgar”.

Con el whisky en la mano (vaso bajo y sonido de hielos, obviamente) los dos hombres se sientan en un Chesterfield y el periodista pregunta: “¿y cuando empezaste a coleccionar todas esas pinturas?”.

La sorprendente colección de arte de Willy Bilder es el reflejo y resultado de su propia biografía.

Nacido en la Polonia del Imperio Austro Húngaro, su familia se traslada a la Viena en donde el adolescente Wilder empieza a trabajar como periodista, se busca la vida en la noche y conoce el jazz, gracias al cual, como miembro de una banda, viajará al Berlín de los años 20. Allí, enseguida empezará a trabaja en la gran industria alemana del cine como guionista y productor.  Es la época dorada del Expresionismo y la Nueva Objetividad y conoce a los grandes directores y actores del momento pero también a escritores, pintores y poetas. Cuando los nazis llegan al poder, Billy aprovecha para viajar a Paris, otra gran potencia cinematográfica, en donde debuta como director y continúa con su interés por los bares, la noche y el arte. En 1933, Hitler es nombrado Canciller en Alemania, Wilder pierde sus derechos de ciudadanía y decide que es el momento adecuado para marcharse todavía mas lejos y probar suerte en Hollywood.

En la época de la entrevista, Wilder es ciudadano americano desde hace 40 años, ha ganado 6 premios Oscar (como director o guionista), una Palma de Oro en Cannes y un Bafta inglés y es uno de los nombres fundamentales de la historia del cine. Su obra cinematográfica bebe del Lubitsch criado en la intelectualidad vienesa del cambio de siglo y del Lang del Expresionismo y las vanguardias. Como el resto de cineastas emigrados que hicieron el Hollywood clásico, ha llevado consigo lo mejor de espíritu europeo que va del post impresionismo a la abstracción de los años 30.

Observar su colección, incluso la forma en que está colgada, llenando cada pared de su apartamento de Los Angeles, es ver y entender su generación, su educación, su vida pero también una manera de relacionarse con el arte.

Sentado con su whisky frente a Climent, Wilder no se define como coleccionista sino como acumulador: acumula cosas. Desde los años de Berlin, siente la necesidad de comprar, de tener, de guardar objetos, hasta que no caben mas y tiene que colocarlos debajo de la cama.

Lo achaca a la avaricia o a la curiosidad. Dice, mientras un precioso Calder se mueve sobre su cabeza, delante de un Miró exquisito. Climent se equivoca cuando señala la diferencia entre su gusto artístico, de vanguardia, y sus películas, consideradas clásicos. Lo que se le escapa al crítico de cine es que la obra de Wilder se ha vuelto clásica con el tiempo pero en su momento fue rompedora (el cadáver que narra su historia en Sunset Bulevar) al igual que Picasso ha entrado en el canon de la modernidad.

Otro detalle fundamental que no llama la atención de Climent es el tamaño de las obras: son todas medianas o pequeñas. Son pinturas para tener en casa, para convivir con ellas, para colgar encima del sofá. Es una colección personal.

Billy Wilder fue ese tipo de coleccionista que ama el arte en su vida diaria pero que quiere mas de lo que su espacio doméstico puede contener. Justo antes de tener que alquilar un almacén y mucho antes de las colecciones para las que un arquitecto de moda construirá un cubo blanco visitable. Colecciones que son el resultado de una vida, de un gusto construido y educado con el paso del tiempo. Que son biografía y vida.

Unos años mas tarde, en 1989, Wilder subastó su colección en Christies por un total de 32,6 millones de dólares de la época (unos 80 millones en la actualidad). Kirchner, Miró, Marini y de Stael alcanzaron nuevos remates records. El catálogo, con un Balthus bellísimo en la portada, intentaba ordenar para el mercado la personalidad del coleccionista pero aún así, a través de secciones oficiales (Figurativo, Abstracción, Vanguardias), todavía se podía recomponer la peripecia vital e intelectual de un acumulador de ideas de la primera mitad del siglo XX.

Fotografía:  Fotograma de la entrevista '60% Perfect Man': Billy Wilder (detail), Annie Tresgot, Michel Ciment, 1982

Abrir los ojos para escuchar mejor

Dani Levinas

¿Por qué coleccionar arte? ¿Cuál es el punto de inicio? ¿Una colección llega en algún momento a su fin? ¿Es acaso una forma de custodiar aquello que nos pertenece a todos? Y, en tal caso, ¿qué se hace con ese acervo? Son algunas de las preguntas que resuenan en mi mente, pero que siempre estuve interesado en saber cómo responderían otros. Esas inquietudes me llevaron a entrevistar a colegas y amigos coleccionistas.

Después de tres años y 34 conversaciones con referentes de todo el mundo, algunas respuestas todavía quedan pendientes. De lo que no me cabe ninguna duda, es que el beneficiario intelectual de esos intercambios fui yo.

Aprendí de todos ellos; cada uno con su historia y su particular forma de aproximarse al arte. ¿Es que hay algo en común entre ellos? Quizás, una fuente de inspiración que los hermana y puede rastrearse en sus madres. 

Más allá de ese vínculo, encontré una diversidad sorprendente: las obras que coleccionan, cómo empezaron y qué los motiva a hacerlo. Mis interlocutores representan una variopinta paleta.

Cuando finalmente decidí que había suficiente material para pensar en un libro, presenté la idea a diferentes editores: se trataba, en definitiva, de abrir una ventana al mundo del coleccionismo a través de sus protagonistas. La editorial La Fábrica se mostró entusiasmada en publicarlo.

El título “Los Guardianes del Arte” fue sugerencia de un amigo. Y me pareció perfecto. Es así como muchos de ellos se perciben: no son más que guardianes temporarios de sus colecciones porque saben que buena parte de sus obras terminará en museos u otros espacios, donde el arte pueda ser apreciado por muchos.

El libro fue presentado en ARCO 2023 y tuvo muy buena recepción. Y ahora, las preguntas me las hacen a mí.

¿Cómo conseguiste esas entrevistas? ¿Por qué te cuentan lo que te cuentan? ¿Siempre eliges hacerlas en sus espacios o sus casas? ¿Hay alguna que no hayas publicado? Y muchas más de esa índole.

Tengo que confesar que mi manera de conducir  estas conversaciones puede resultar atípica: abro los ojos para escuchar mejor.

Claro que tomo notas y llevo un grabador, pero mirar me permite adentrarme en sus palabras. Ver cómo hablan de una obra en particular, observar cuán a gusto se sienten en su ambiente. Es como un juego de espejos: ellos me miran a mí y a sí mismos, se detienen por unos segundos y piensan antes de contestar.

Los grandes coleccionistas no solo son interesantes por lo que coleccionan; sus vidas e historias son parte de la colección. Sus conversaciones con los artistas que les interesan, su pasión, la primera compra, lo que sienten al llevar esa obra a su casa, cómo es vivir con ella. Todo eso hace al relato que ellos me transmiten.

Verlos es tan importante como escucharlos porque, al fin y al cabo, el arte se trata del ojo. Si la mirada del artista tiene la capacidad de modificar la importancia de los objetos simples y universales, parte de esa potencia creativa opera en quien custodia, atesora y admira esos objetos. Somos guardianes de aquello que nos transforma. Al menos así lo veo yo.

Dani Levinas (Buenos Aires, 1948).

Empresario y coleccionista con un especial enfoque en artistas de América Latina. En 2020 su labor fue reconocida, junto a su esposa Mirella, con el premio A del coleccionismo de la Fundación ARCO.

Es presidente emérito del consejo de administración de The Phillips Collection. Forma parte de las juntas directivas de la Fundación Museo Reina Sofía de Madrid y The Orchestra of the Americas Group, y ha formado parte de la junta del Hirshhorn Museum and Sculpture Garden de Washington.

Además, ha participado en numerosos coloquios y presentaciones sobre coleccionismo y mercado del arte, que compagina con su labor docente como profesor invitado en la Universidad Europea de Madrid y escribe en El País sobre Arte y Mecenazgo.

Autor de “Los Guardianes del Arte”

Editorial La Fabrica 2023

Más que amigos

Quien tiene un amigo, tiene un tesoro. Y muchos museos e instituciones, la propia Fundación ARCO, tienen amigos que actúan de forma colectiva apoyando sus fines fundacionales, a través de donaciones directas y también organizando diversos tipos de actividades que sirven para difundir sus objetivos. Un ejército de individuos y empresas comprometido y dedicado a apoyar estas instituciones. Y algo más.

La denominación amistosa señala el compromiso que adquieren ambas partes, expresando un vínculo de familiaridad que crea y sujeta esas comunidades unidas por lazos más o menos intensos que comparten los intereses de las instituciones en las que participan. Pero en el ejercicio de esa atención al servicio de la cultura como bien común estos amigos crean unos vínculos, dinámicas e interacciones capaces, además, de generar ese capital social tan necesario para el buen funcionamiento de la sociedad.

Estas comunidades adquieren la forma de asociaciones o fundaciones, todas ellas entidades privadas, autónomas y sin fines de lucro, que se adhieren a los objetivos de organizaciones públicas y privadas promoviendo, con sus acciones, el bien común. Un bien común que incluye, como sujeto del interés general, la conservación y promoción de la cultura, del arte contemporáneo y que se amplía con el acceso a la cultura como derecho fundamental en la Constitución española, como parte de los requisitos para el desarrollo de las potencialidades del individuo, necesario para el normal funcionamiento de una sociedad democrática avanzada.

Pero además de esta contribución al bien común se trata, particularmente en el caso de las asociaciones como colectividades agrupadas, de lugares privilegiados para la generación del capital social, que es para Robert Putnam prerrequisito y garante de una sociedad civil en sentido amplio, siempre que se configuren como espacios realmente participativos, con un intercambio real entre los distintos miembros, lo que dará lugar a dinámicas que contribuirán al bien común más allá de simple contribución económica.

En España se agruparon en el xviii, respondiendo el llamamiento de Campomanes, los amigos del País en Sociedades Económicas que reunieron a una “minoría selecta” que, con una fe en una cultura eminentemente utilitaria, pusieron al servicio del interés general sus propios recursos destinados al fomento de la industria popular, con la realización de estudios sobre los más variados temas y la creación de distintas escuelas profesionales y academias. Pero además de los logros materiales, su funcionamiento favoreció la generación de otras herramientas y nuevos espacios de cooperación no previstos al inicio. Para su urgente misión las Sociedades entendían que debían relacionarse desde la “humanidad y franqueza” de todos los socios, superando etiquetas de clase o condición que “en España han destruido cosas muy buenas” en opinión de Campomanes. De esta forma, “caballeros, eclesiásticos y gentes ricas” se sentaban según iban llegando sin respetar la prelación de clases, situando hombro con hombro a sujetos que no tenían un trato previo ahora embarcados en el proyecto común del País.

Estos espacios de intercambio que constituyen las Sociedades Económicas los convierten en “agencias de socialización” cuyo intercambio propiciará el impulso de otros proyectos, como las cajas de ahorros o la generación de nuevas instituciones. Así, se fundarán en su seno, ya en el xix, ateneos y círculos artísticos y literarios, muchos de ellos conocidos como “círculos de la amistad”, nuevos espacios de intercambio a la medida de los tiempos que, aunque mantienen la hegemonía social de la aristocracia y la alta burguesía sin llegar a ser auténticamente comunitarios, avanzan en la adquisición de una visión cada vez más comprensiva de la participación social en la vida pública.

Son este tipo de estructuras las que favorecen la creación de capital social: organizaciones “apropiables”, constituidas por individuos interdependientes para un fin pero que sirven además a otros al establecer relaciones múltiples entre los individuos. El concepto de “capital social” considera la motivación individual, el contexto social y su entramado de normas, relaciones de confianza y redes sociales, identificando determinados aspectos de las estructuras sociales por su función de recurso para conseguir determinados fines, lo que para Coleman lo convierte en la única forma de capital con carácter de bien público porque afecta de forma directa a la calidad de vida del individuo.

Constituyen una forma especialmente relevante de capital social aquellas normas que favorecen los comportamientos prosociales, donde se renuncia al interés particular por el de la colectividad. Normas que, recompensadas por el respaldo social, el estatus o el honor, facilitan “el nacimiento de movimientos sociales a partir de pequeños grupos dedicados, autárquicos y que se recompensan mutuamente y, en general, conducen a las personas a trabajar por el bien común”, como recoge Coleman. Y el resultado de esas otras acciones en el seno de estas “redes de reciprocidad organizada y cívica solidaridad”, se revelan como fundamentales, para Putnam, por su existencia previa en los procesos de modernización socioeconómica afectando en la calidad de la vida pública y el rendimiento de las instituciones sociales en gobiernos representativos.

Como antecedente directo de las asociaciones de amigos en apoyo a la cultura, destacan en España la Sociedad Española de Amigos del Arte (1910) y la Asociación de Amigos de los Museos de Barcelona (1933), impulsadas aún por esas “minorías selectas”, en este caso de coleccionistas. Unas elites culturales y sociales que se irán abriendo progresivamente a través de una membresía de base que, en el caso de la catalana, empezará a generar esos fundamentales espacios de intercambio a través de sus actividades: visitas, conferencias y viajes culturales donde el interés común por el arte genera redes de confianza entre individualidades por otra parte no relacionadas.

Pero será sin duda el proyecto de Fernández del Amo en su “Memoria para la instauración del Museo de Arte Contemporáneo” de 1955 el que reúna de forma ejemplar el reconocimiento de la necesidad de cultura como fundamento del individuo y la instrumentalidad de sus órganos e instituciones en la constitución de espacios productivos de intercambio y sociabilidad.

Su museo se proyectaba como instituto de artes vivas, centrado en la creación más actual, en el “arte del momento, el último arte […] Lo que se encuentra en la arista difícil de su postura”. Trasladaba Fernández del Amo a la institución esa práctica de una “estética con rango de ciencia intervencionista en su compromiso con la vida”, como expresaba Giménez Pericás, con la que él había experimentado como arquitecto en el Instituto Nacional de Colonización. Un arte integrado en la vida que se abría a la intervención y la participación de la sociedad a través de una “Asociación de amigos” que dejo prefigurada y cuyo espacio se encargó de diseñar Alejandro de la Sota.

La precaria dotación del museo y la ausencia de un espacio adecuado, abriendo su sede temporal junto a las salas cedidas a los Amigos del Arte en la actual Biblioteca Nacional, llevarán al director a una política expansiva de sus actividades en estrecha colaboración con algunos de los actores que tratarían de poner en práctica la integración de las artes dotadas de una funcionalidad social, donde la arquitectura y el diseño juegan un papel fundamental por la incidencia en la creación del entorno y del hábitat humano. Ejemplos destacados de esta colaboración será la Sala Negra, sufragada por la familia Huarte o las proyectadas colaboraciones en la Sala Darro del diseñador Francisco Muñoz. Pero el planteamiento de la Asociación de Amigos no surge solo de la necesidad sino también de entender que el museo no debe ser “de la exclusiva incumbencia del Estado, ni a su entera costa” sino con la “asistencia viva, moral, intelectual y económica” de todos.

La sede social del Club, como se denomina en el proyecto no realizado de Alejandro de la Sota, es el espacio de socialización de una comunidad participativa y colaboradora en la actividad del museo, “dando el gesto vital de cada día y presencia apasionada a la novedad de la creación artística”. El espacio, denominado también hemeroteca en los planos, consta de una zona de biblioteca, distintas salas de lectura con sillas y butacones y una zona donde se ubica un piano, dando espacio a esas otras manifestaciones artísticas que deben desarrollarse en el Club a través de talleres. También dispone de un amplio espacio que es toda una declaración de intenciones sobre la función que se otorga al arte, con un escenario profusamente iluminado donde presentar las adquisiciones recientes que se invitaba a contemplar desde un sofá corrido semicircular. Un arte para ser contemplado, sí, pero también compartido: fuente de reflexión y discusión, exhibiendo “las piezas de auténtica novedad […] como algo verdaderamente vivo, y no en la metódica y desangelada seriación de las exposiciones ordinarias. Dando así impronta cotidiana de fiel contemporaneidad al Museo”. Es decir, devolviendo el arte a una esfera de comunicación íntima a través de lo cotidiano.

Pero, además, para Fernández del Amo, la Asociación deberá servir también a otro “gran beneficio social al inscribirse en ella miembros de los distintos estamentos de la sociedad con la sola comunidad de su interés por el arte” lo que, para el director, permitiría avanzar en la “difícil relación de elementos civiles bien dispares y de difícil y desconfiada comunicación”.

La Asociación de Amigos de Fernández del Amo busca crear la necesidad de elevación cultural, “hacerla sentir” dice, pero también se propone como espacio de conexión, un espacio propicio para la generación de capital social dando una justificación más amplia al interés general de la cultura, como ingrediente fundamental para la formación de un ciudadano al que todavía le quedaban décadas para disfrutar plenamente de tal estatus.

Treinta años después afirmará la Ley del Patrimonio Histórico Español en su preámbulo la condición de la cultura como «camino seguro hacia la libertad de los pueblos», avanzada en la Constitución de 1978, que ubica la necesidad de la cultura dentro del concepto de prestaciones vitales, instrumental en el libre desarrollo de la personalidad como substrato necesario para una verdadera igualdad y un verdadero ejercicio de libertad. Y en esta tarea son también importantes los amigos que, impulsando la actividad de las instituciones culturales logran además configurar espacios de roce y de intercambio: espacios de socialización.

Las asociaciones son sin duda el instrumento más efectivo para dar sentido a ese derecho de acceso a la cultura como “gesto vital”, más allá de una simple disposición de bienes a través de exposiciones y actividades educativas. Cada vez más instrumentales para el apoyo económico de las entidades culturales, su función cobra pleno sentido más allá del recaudatorio, en la generación de esos espacios de construcción social, donde el arte, la cultura, favorece el intercambio y la conexión. Amistades que favorecen, en suma, la generación de ese capital social fundamental.

Rocio Gracia Ipiña es doctora en Historia del Arte y profesora asociada en la UCM (Madrid). Una primera aproximación a este tema se presentó durante el congreso “Coordenadas culturales en la museología del presente: En torno a cinco neologismos” que tuvo lugar los días 14 y 15 de octubre de 2021 en el Museo Nacional del Prado.

Para seguir leyendo…

La función pública del patrimonio y de la cultura es desarrollada por Alonso Ibáñez, El Patrimonio histórico, destino público y valor cultural, 1992; Alegre Ávila, J., Evolución y régimen jurídico del Patrimonio Histórico. La configuración de la propiedad histórica en la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, 1994 o Barrero Rodríguez, C., La ordenación jurídica del Patrimonio Histórico, Madrid, 1990. La definición y reflexiones sobre el capital social son de Coleman, J., “Social Capital in the Creation of Human Capital”, American Journal of Sociology, 1998, no. 94, 95-120 y Putnam, R., “Bowling Alone. America's Declining Social Capital”, Journal of Democracy, enero 1985, 65-68.

Las citas de Fernández del Amo están tomadas de la entrevista “Treinta preguntas a José Luis Fernández del Amo” de la Dra. Jiménez-Blanco al arquitecto en 1995 que publica el Museo Reina Sofía, junto a la transcripción del escrito de “Museo de Arte Contemporáneo. Memoria para su instauración, 1955” en José Luis Fernández del Amo. Un proyecto de Museo de Arte Contemporáneo, Madrid, 1995. Figuran también en la publicación reproducciones del proyecto del club de la Asociación de Amigos de Alejandro de la Sota, cuyo manuscrito con el plano se conserva en la biblioteca del Museo Reina Sofia (Alejandro de la Sota, Plano planta del Club del Museo de Arte Contemporáneo, 1953 y Proyecto de Reforma de la Sala de Estampas y adaptación de locales para Sala de Exposiciones y Hemeroteca del Museo de Arte Contemporáneo, en el Edificio de la Biblioteca Nacional. Memoria, 1954-56).

Al otro lado del espejo: lo que el metaverso muestra del verso

En fechas recientes los medios de comunicación se han hecho eco de las estratosféricas cifras que han alcanzado en subasta algunas piezas de cripto arte así como de los beneficios de las tecnologías blockchain para la distribución de las obras y la salvaguarda de los derechos de los artistas.

Al margen de las discusiones sobre la volatilidad de este mercado específico y la nebulosa de subsistemas que empieza a articular, su aparición (o más bien, su normalización actual) propone interesantes retos sobre conceptos y nociones establecidos en el sistema del arte -la definición de la colección y su motivación, el papel de las galerías y los sistemas de inclusión y exclusión de las obras de arte-, desde herramientas que, facilitando su comercialización, se conciben precisamente para evadir el entramado institucional que ventila las jerarquías de valor tradicionales. Sin pretensión de ser exhaustiva ¿cuáles serían las potenciales adquisiciones y retos de lo que proponen?

Los medios generativos propuestos por el uso de ordenadores introducen un elemento de variabilidad con el que se viene experimentando desde los sesenta, con un ejemplo español pionero en los talleres del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid, hoy Complutense, en 1968. El uso de algoritmos a través de ordenadores puede incorporar una nueva dimensión si, más allá de la generación de múltiples resultados, convierte la constante evolución de la pieza y su “crecimiento” ilimitado en parte esencial de la obra. A esto se añaden las posibilidades que ofrecen los medios actuales de interacción del artista y el coleccionista posterior a su intercambio económico, que ya han explorado algunas obras como Human One de Beepl, sin duda más conocida por haber alcanzado 69,5 millones de dólares en subasta en 2021.

Pero ni su materialidad ni su reproductibilidad plantean nuevos retos sustanciales. Por un lado, los desafíos ante la ausencia de materialidad están ensayados en las propuestas planteadas por la desmaterialización del arte conceptual a finales de los sesenta. Y, exceptuando quizá la ausencia de un original que se reproduce -al generarse a partir de un código no de una matriz-, el arte con o en medios digitales no propone conceptualmente ningún reto que no asumieran las obras en formato orgánicamente múltiple, empezando por la gráfica y todos los derivados de la utilización de nuevos medios como la fotografía o el vídeo, más allá de una mejor distribución y de una total fidelidad, ya que no hay diferencia entre las copias, si es que a eso se le asigna valor. Sí hay algunas cuestiones subyacentes en los planteamientos del cripto arte más radical que invitan a reflexionar sobre la percepción, más que la realidad, del sistema arte.

El cripto arte recoge muchos de los principios que animaron los precedentes antes mencionados o sus posteriores usos a partir de los sesenta: la democratización de las prácticas artísticas y en la distribución de la obra, con una voluntad descentralizadora que trataba de eludir las instituciones de validación tradicionales y reforzar la capacidad de control individual del artista sobre su obra, en todos los ámbitos. Sobre el papel, los nuevos medios permiten la realización de muchos de estos principios que en la práctica de hace más de cincuenta años funcionaron más como gesto y denuncia. Su realización práctica, aun tentativa, revela mucho más sobre cómo se percibe el sistema del arte mientras las potenciales vías de desarrollo que se apuntan desde su práctica (su comercialización) avanzan hacia una normalización que embridaría esta radicalidad de la misma forma que hasta ahora ha contenido los excesos de sus precedentes, aunque fuera por la vía del residuo.

El cripto arte es arte en formato digital que incluye un testigo (token) criptográfico embebido en el propio código de la obra de forma única e inalterable y registrado en blockchain, una tecnología de inscripción notarial, pero sobre todo contable, distribuida.

El testigo asociado al código de la obra introduce el concepto de escasez digital (digital scarcity) por el que un activo de origen digital tiene un suministro inmutable y permanentemente limitado verificable. Es decir, que algo naturalmente múltiple y en circulación libre tiene un número fijado de “originales”, generando una artificial escasez de activos que se entienden como “auténticos”. Otros activos con escasez digital, como Bitcoin, son también transferibles y con la capacidad de demostrar su escasez, pero los Non Fungible Tokens (NFT) asociados a las obras de arte son únicos e indivisibles frente al carácter fungible de la moneda virtual.

La definición tradicional de una colección (Pomian, 2003) asume como condiciones básicas la reunión de objetos despojados de su utilidad primigenia, retirados de la circulación económica, contenidos en espacios específicamente concebidos para su protección y axhibición, cuya nueva funcionalidad es una intermediación entre lo visible y lo invisible. La autonomía de la obra de arte contemporáneo, la que Foucault observa en la Olimpia de Manet como la primera obra creada para el museo, elude el primer requisito con obras creadas específicamente para su recolección más o menos normalizada que comparte el cripto arte, cuya exhibición en nuevos medios no cuestionan en esencia su disposición pública. Pero el concepto de escasez digital de un bien que permanece accesible introduce algunas novedades.

La escasez digital reifica en los objetos digitales una autenticidad nueva que los convierte en objetos coleccionables bajo las premisas anteriores: el vídeo de una jugada de baloncesto se convierte en un coleccionable cuya autenticidad verifica un NFT en un sistema normalizado como cualquier serie de cromos (FIFA World Cup™, por ejemplo). Se convierte así en un “rival good”, un bien que sólo pueden ser poseído y consumido por un único usuario (o un número limitado de ellos). Pero, en su condición de objeto digital inserto en medios digitales, es posible seguir accediendo a ellos en su formato original, aunque ahora tenga un “propietario”.

La doble naturaleza del patrimonio cultural establece que determinados bienes, por su valor cultural, artístico o histórico y preservando el interés general, están sometidos a una propiedad condicionada que debe permitir el derecho de acceso a la cultura garantizado, en el caso de la Constitución española, como derecho fundamental. Las piezas de cripto arte mantienen su disposición pública eludiendo la reclusión de la obra, su retirada económica y material de circulación: la reclusión egoísta de un cuadro o una escultura adquirida por un coleccionista que dispone sus condiciones específicas de acceso hasta que su eventual declaración como Bien de Interés Cultural las limite parcialmente.

Pero además de esta restitución de “escasez” a los bienes digitales, la utilización de las tecnologías blockchain conllevan otras potencialidades que no solo se limitan a los bienes digitales. La tecnología de “cadena de bloques” instaura un libro de contabilidad compartido (distribuido), programable con seguridad criptográfica. El sistema da fe, como un notario, de la autenticidad del objeto al que se asocia el testigo a través de un sistema descentralizado y transparente y puede llevar asociado toda clase de intercambios y acuerdos entre las partes implicadas en su transacción.

Este elemento de autentificación transparente y pública y las posibilidades de seguimiento de cualquier aspecto convenido en la transacción lo convierten en una herramienta potencialmente útil para la implementación real de muchas reclamaciones tradicionales relacionadas con los derechos morales y patrimoniales de los artistas. Su adopción por el mercado del arte, registrando, por ejemplo, en blockchain los documentos privados que en primer mercado articulan galerías y artistas, permitiría, eventualmente, el cumplimiento del derecho de seguimiento (droit de suivre) que la legislación europea en general reconoce o la realización de cláusulas relativas a condiciones de exposición reconocidas también en las leyes de propiedad intelectual, pero de difícil observancia en la práctica. Aunque la ausencia de regulación del mercado del arte limita aplicaciones, otras posibilidades, como la posesión compartida (una suerte de participación en la obra) ya están siendo ensayadas y queda por ver si serán aceptadas más allá del entorno aún cerrado de iniciados.

Como se pone en evidencia, las posibilidades que se abren ponen el foco de forma muy relevante en el intercambio mercantil de las obras, como valor de inversión y de ahí que los primeros actores del sistema arte en entrar en su comercio hayan sido las casas de subastas. Más allá de la hiperportabilidad del “objeto”, los beneficios de eludir la intermediación de terceras partes con estos registros contables alternativos y abiertos que tratan de evitan la asimetría de la información, presuponen en el fondo unos sistemas de validación sometidos únicamente a intereses de mercado. No sólo se busca evitar las galerías de arte tradicionales, cuya dimensión se reduce a la mercadería, también a los museos y las instituciones académicas.

Al tratar de eludir museos, academia y galerías se pone en cuestión la relevancia de estas instituciones en la transferencia de capitales más allá del económico. Como enuncia Bourdieau, es ingenuo ignorar la reductibilidad universal a la economía, pero una visión exclusivamente economicista ignora la eficacia específica de los capitales social y cultural y la transustanciación del valor de la moneda en estas formas inmateriales de capital necesarios en la sociedad tal y como la concebimos. No es sólo que el valor económico de una pieza esté condicionado por su prestigio y validación en los circuitos académicos y museales es que la elusión de estos sistemas de validación propone otro tipo de intercambios donde el arte se reduce a una experiencia privada y en circuito cerrado que sustituye la piel por el código, el conocimiento por experiencia o mero consumo. Lo que es relevante, si seguimos hablando de arte.

La labor de una galería no es la mera intermediación económica, siendo esta fundamental, sino el acompañamiento y sostenimiento de una carrera a largo plazo, así como el asesoramiento en la construcción del discurso de una colección. La labor de un museo, aparte de su condición de depósito y su obligación de conservación, es garantizar el acceso efectivo de sus fondos: la intermediación que ponga en relación física al sujeto con el objeto, pero también que dote al sujeto de las herramientas para su análisis, a partir de discursos que se elaboran y reelaboran desde la academia. Resulta paradójico y significativo que muchas de las propuestas que se están produciendo desde el propio entorno del cripto arte para evitar la hiperinflación de estas obras, por ejemplo, incluyan la curadoría de experiencias por parte de terceros ajenos a la selección que proponen las galerías de cripto arte ¡que ya existen! ¿Es esto un desafío al rol usual de construcción y selección de las instituciones “tradicionales” o un deseo de reemplazar un sistema de valores por otro?

La pandemia ha vuelto a poner de actualidad el metaverso, que, con desarrollos anteriores más vinculados al ocio, permitió articular recreaciones donde sostuvimos la tensa espera del confinamiento en una suerte de reflejo pixelado del mundo real. Las posibilidades de estos espacios son algo aún por explorar en mucha medida, pero quizá conviene reflexionar como su arraigo actual, más allá de la instrumentalidad alternativa de los pasados meses, puede responder también a un cambio en los modelos de relación que pasa de lo universal a lo singular.

Estos nuevos modelos sustituyen el intercambio en la plaza -mercado, pero también ágora-, los lugares de roce y negociación naturales de una comunidad, por experiencias privadas, desde la intimidad doméstica de nuestras pantallas. Consolas a las que nos asomamos para habitar espacios de afirmación identitaria, que garantizan los algoritmos, constituyendo comunidades atomizadas en una multiplicación de espacios públicos encapsulados y muy alejados de los presupuestos de esa universalidad como valor instituyente de las sociedades europeas en las que se basan, por ejemplo, las colecciones de los museos tradicionales, a este lado del espejo. Al otro lado, es casi inevitable imaginarse el humo de la pipa de un nuevo gato de Chesire que nos desea, muy sonriente, que vivamos tiempos interesantes.

Rocio Gracia Ipiña es doctora en Historia del Arte y profesora asociada en la UCM (Madrid) e invitada en la Escuela de Arquitectura de la UNAV (Pamplona).

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La definición de la colección de Pomian (“The collection: between the visible and the invisible”) junto a otras interesantes reflexiones ya clásicas sobre el coleccionismo se encuentran en la recopilación de Susan Pearce, Interpreting Objects and Collections, Routledge, 2003. La reflexión de Baudrillard es de 1968 en “A Marginal System: Collecting” en El sistema de los objetos, Siglo XXI, 2010 y Foucault reflexiona sobre la Olimpia en relación con la obra de Flauvert en un prólogo de sus Tentaciones de San Antonio.

Sobre cripto arte, las definiciones y actuales discusiones y aplicaciones de las tecnologías Blockchain en relación con el arte o las industrias creativas se puede leer a Amy Whitaker, “Art and Blockchain. A Primer, History, and Taxonomy of Blockchain Use Cases in the Arts”, Artivate: A Journal of Entrepreneurship in the Arts, vol. 8, no. 2, summer 2019 y su colaboración con Lauren van Haaften-Schick en “From the Artist’s Contract to the blockchain ledger: new forms of artists’ funding using equity and resale royalties” en Journal for Cultural Economics, 2022. En “Crypto Art: A Decentralized View” de M. Franceschet, G. Colavizza; T. Smith; B. Finucane; M. Lukas Ostachowski; S. Scalet; J. Perkins; J. Morgan y S. Hernández, se presenta una visión poliédrica del estado de la cuestión incluyendo a artistas, coleccionistas y galeristas de cripto arte, en Leonardo, no. 54 (4), 2021. Por ultimo, Rachel O’Dwyer analiza las implicaciones de la escasez digital en “Limited edition: Producing artificial scarcity for digital art on the blockchain and its implications for the cultural industries”, Convergence: The International Journal of Research into New Media Technologies, vol. 26(4), 2020.

Filantropía y mecenazgo: intereses compartidos

El sector artístico español lleva décadas reclamando mayores medidas de estímulo al “mecenazgo” cultural, un mecenazgo entendido como maná salvífico con poderes para curar todas las enfermedades del arte patrio: la precariedad, la falta de proyección internacional, incluso la calidad de sus propuestas. Aunque en realidad no es de mecenazgo de lo que hablan y ese es, quizá, parte del problema.

La ley 49/2002 de incentivo a las actividades de interés general, en cuyo enunciado se las nombra como “de mecenazgo”, normalizó la confusión entre dos acciones que protegen y permiten el desarrollo normal de la cultura, del arte, con intereses bien distintos: la filantropía, destinada al bien común y el mecenazgo cuyo interés, netamente particular, es sin embargo el sostén económico del sector artístico a través del coleccionismo.

En el mecenazgo, la protección dispensada a una actividad cultural, artística o científica de las artes en su acepción en el diccionario, operan sin embargo oscuras pasiones privadas. En la forma que aquí nos interesa, el coleccionismo, se trata de un ejercicio especular de construcción de la identidad del sujeto que colecciona a través de los objetos coleccionados. Pero no hay que olvidar que este ejercicio egoísta (y algo onanista) es, también, la fuente de mucha de nuestra felicidad pública y no sólo a través de la constitución de sus propios museos y fundaciones sino porque mucha parte de nuestras grandes colecciones públicas proviene del legado, dación o donación de estos acervos, que convirtiendo el plomo en oro, transforman el interés particular en general en su apertura a través de proyectos sociales.

Pero además, el coleccionismo es la fuente de ingresos regular y continua de los artistas, sosteniendo y ampliando desde la base al sector, con especial y significada importancia para la creación actual. Esta labor tradicional del coleccionismo, espacio intermedio entre la emergencia y la consagración del museo, en España quedo desdibujada en mucha parte por la proliferación a partir de los noventa de instituciones municipales y autonómicas que en dos décadas de desaforados presupuestos nos hicieron creer que la modernidad era necesariamente pública, desfigurando la economía de un sector que con las vacas flacas se ha quedado sin leche.

Un estudio de 2006 señalaba la percepción ambivalente en España sobre la filantropía, reconocida como una virtud social promotora de valores cívicos pero percibida como ausente en el marco de la convivencia ciudadana. Quizá la ambivalencia de esta percepción se deba a que sólo se espera del rico y del empresario que contribuya al bien común pagando la cuenta pero sin participar en la elección del menú. Y el coleccionista ¡qué frivolidad! mejor que entregue su diezmo al museo y pague el ágape de inauguración, nosotros sabemos como gastarlo mejor...

Esta visión fiduciaria limita y vacía de contenido la función fundamental de la filantropía en una sociedad democrática: participar en su construcción. E inhibe el estímulo de un coleccionismo que es parte esencial en el intercambio y desarrollo normal del arte, como lo es para un escritor o un músico la difusión y venta de sus obras y el contacto con su público. Los artistas necesitan el contraste y validación que impone el coleccionismo y la proyección que garantiza un coleccionismo internacional: no se trata sólo de subsistencia, si no del desarrollo crítico y competitivo de su práctica y las posibilidades que se abren más allá del puntual encargo institucional.

El sector de la cultura, tanto como el tercer sector social, necesitan ampliar las medidas de estímulo a la filantropía no sólo para poder financiarse sino también para ser independientes de los vaivenes políticos y de sus intereses ideológicos puntuales y a veces artificiales, diversificando y ampliando los sujetos de interés general de una sociedad plural. Y el sector del arte necesita, además, medidas de estímulo al mecenazgo que pasen por entenderlo como parte fundamental en el engranaje y desarrollo de la creación, tanto por ser el coleccionista un agente activo en la interlocución con el artista como por constituir su soporte económico principal, diversificado y plural.

Rocio Gracia Ipiña es doctora en Historia del Arte y profesora asociada en la UCM (Madrid) e invitada en la Escuela de Arquitectura de la UNAV (Pamplona).

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La cita de Victor Pérez Díaz es de su paper “Sociedad Civil, esfera pública y esfera privada. Tejido social y asociaciones en España en el quicio entre dos milenios”. El estudio al que se hace referencia El sector no lucrativo en España, dirigido por Ruíz Olabuenaga fue publicado por la Fundación BBVA y se puede consultar aquí.

La necesaria hostilidad: arte y coleccionismo

La hostilidad hacia el público es una de las coordenadas clave de la modernidad, y se puede clasificar a los artistas según el ingenio, estilo y profundidad con que la ejercen. [...]. A través de ella se libra un conflicto ideológico sobre los valores del arte, los estilos de vida que lo rodean o la matriz social en la que ambos se enmarcan. […] Al cultivar al público a través de la hostilidad, la vanguardia le dio la oportunidad de trascender el insulto (segunda naturaleza de los hombres de negocios) y ejercer la venganza (también su segunda naturaleza). El arma de su venganza es la selección. El rechazo, según el arquetipo, alimenta el sentimiento de injusticia y rabia del artista, que es masoquista. […] El intercambio negativo es básico: el artista intenta vender a un coleccionista basándose en su torpeza y grosería —fácilmente proyectables en cualquier persona lo suficientemente material como para querer poseer algo— mientras el coleccionista anima al artista a exhibir su irresponsabilidad. Una vez que al artista se le asigna el papel marginal de niño autodestructivo, se le puede alienar del arte que produce. Sus nociones radicales se interpretan como los malos modales que esperan los hombres de negocios de ellos. Brian O’Doherty, “Context as content” publicado orginalmente en Artforum, noviembre 1976, vol. 15, no. 3.

Brian O’Doherty plantea a mitad de los años setenta la relación tradicional entre el artista y su público (en realidad, con el coleccionista) como una inevitable confrontación donde ambos se avienen a representar papeles dados por su condición de rebelde, en un lado, y de obtuso materialista del otro. Este vínculo consiste para él, avanza en el texto, en un continuo “test de estrés” del orden social a partir de propuestas radicales del artista abocadas al fracaso al ser efectivos los procesos de asimilación de un sistema del arte que ha evolucionado para “canjear el éxito por la anestesia ideológica”. Una hostilidad que se ha transformado en la posmodernidad desde la que escribe O’Doherty, donde su condición de público está mediada por la ironía y la farsa una vez que el espacio de exposición no es ya el limbo intermedio entre el estudio del artista y el salón del burgués sino, a nuestro entender, un espacio de exhibición ensimismado que ya no necesita de cuerpos extraños: el espacio institucionalizado del arte donde las obras no aspiran a un tránsito, con el riesgo de terminar, en realidad, en el desguace.

La revelación de O’Doherty en los setenta es descubrir las connotaciones del cubo blanco, considerando esa conciencia liberadora como la de una tramoya que se descubre revelando el truco, con el riesgo que le resta a la emoción el cinismo. En un espacio connotado “la pared se convierte en una membrana a través de la cual los valores estéticos y comerciales se intercambian osmóticamente.  [...] Los muros asimilan; el arte se descarga.” El sistema del arte de los cuarenta al que se refiere es el contexto poblado y cambiante dominado por el mercado, mientras que el suyo, ya en los setenta, es el de unas instituciones han que han ampliado su campo de acción al presente y donde el ruidoso baile del guateque se ha transformado en elegante pas a deux entre el artista y el museo. Un arte institucionalizado es un arte consciente de los procesos de mercado, incluso crítico con ellos, sin ninguna dependencia lo que le permite, eventualmente, entregarse a su realización última: el arte sólo para el arte. Un arte con un público desinteresado mercantilmente y por tanto lleno de genuino interés, un público que ya no posee (o posee por delegación) que es pura inteligencia frente a esas figuras huecas de los “businessman”, cuya única noción del arte pasa por la avaricia.

Planea sobre la lectura del crítico de arte del New York Times la visión del empresario máquina, que se popularizaba a principios de los setenta en las páginas salmón de su propio periódico cuando Milton Friedman negaba cualquier otra responsabilidad a la empresa que no fuera la obtención de beneficios, planteamiento ya entonces impugnado por quienes concebían la empresa con una necesaria capacidad de responsabilidad y respuesta social. Pero también arrastra una concepción que nos retrotrae al sonambulismo romántico de un artista que, en búsqueda del “monologo puro”, debe negarse a la complacencia de su público. La hostilidad hacia el público la inician los románticos en el mismo momento en que se exigen ser contemporáneos pero elevándose sobre lo mundano para mirar con una profundidad imposible a ras de suelo. Así, el artista, forzado a asomarse constantemente al abismo del presente, no puede permitirse otra reflexión que no sea la de su propio ego, un público por venir y unos pocos elegidos que son la extensión de sí mismo: Los happy few que comparten su atalaya, neófitos y cómplices en la práctica de buscar y dictar el futuro desde el presente.

Para realizar su alta tarea debían los románticos liberarse del mundo, librándose de paso de sus moradores. Por su hostilidad reclaman apoyo estatal en el XIX los pintores, constatando que la apenas conquistada libertad a través del mercado resultaba insatisfactoria para la mayoría, además de aleatoria. El arte, reclaman desde su verdad de iniciados, no debe ser un lujo sometido al caprichoso gusto de las fortunas particulares: el Estado debe protegerlo. El argumento servirá para materializar con el tiempo el museo de artistas vivos renovando un mecenazgo estatal ahora público. Y también para constituir un reino absolutista en el museo, donde el sistema del arte se concibe desde lo público, y por tanto para el público… pero sin el público. Se le concede, eso sí, la posibilidad de sublimación dejándose insultar, es decir, solo si accede a su rol de torpe y grosero materialista.

El nuevo institucionalismo supone en cierto sentido la realización última de esta promesa de arte liberado de lo mundano que sólo responde ante sí mismo, a partir de una práctica relacional -arte de futuros prospectivos desde presentes colectivizados-, desde el tradicional reconocimiento de la producción artística como el espacio de relación del hombre con el mundo por medio del objeto estético. Este nuevo espacio concede a un artista soberano condiciones de laboratorio para la experiencia correcta de su obra: entrada reducida (selección natural) y las cartas trucadas por unas normas fijadas unívocamente por el artista en juegos a los que el espectador es invitado a participar. En el arte relacional el público es materia misma del arte, cuerpo (casi mano) de obra. El arte en estas salas se entrega al público, que se relaciona a través de él, pero el público no puede negociar las reglas del juego ya que no se establecen las condiciones de un diálogo inter pares. Esa conversación, que no está en las salas, sí tiene lugar en las galerías comerciales, lejos de las probetas esterilizadas del museo, en espacios con entrada a pie de calle, que dejan también entrar el ruido y la polución del exterior. Allí el arte se ve obligado a confrontar su discurso porque la selección del coleccionista emite un juicio que no puede ser ignorado. Es un espacio de descubrimientos igual que el museo pero también un espacio de intercambios: un espacio donde esos cuerpos están presentes y no se pueden desatender.

Ambas partes configuran un sistema del arte que conforma el valor artístico a partir de la estrecha y necesaria interdependencia entre museo y mercado, donde el mercado se convierte en un elemento de contraste y proporción en la validación y contrapeso necesario de comprobación al margen del conciliábulo de los happy few. Un mercado saludable permite la diversidad de propuestas y una institución fuerte el posicionamiento y fundamento de sus valores propios.

Esa relación entre el artista y el coleccionista que es para Brian O’Doherty la negociación “entre los principios y el dinero”, configura una zona que califica de “militarizada” donde la confrontación es conflicto. Y así, entiende en términos de hostilidad beligerante con el público el gesto de Duchamp de llenar en 1938 de sacos de carbón> el techo del espacio expositivo. Y también cuando, cuatro años más tarde, además de convertir la sala en una gigante tela de araña, paga a dos niños para molestar a la audiencia de una exposición. El gesto de Duchamp consigue molestar, sin duda, la visión contemplativa del arte pero lo que busca alterar son las obras de sus compañeros más que a un espectador familiarizado ya quizá con prounenraums y merzbaus. En Duchamp no es el público quien se convierte en materia de la obra sino el propio arte y sus practicantes. Lo que nos propone el francés es un espacio para el arte contemporáneo que no es de contemplación pasiva: es un campo de batalla mental donde se nos reta a mirar como no habíamos mirado antes lo que nunca habríamos mirado.

El burgués al que Duchamp busca escandalizar no es el público sino el sistema del arte que tantas veces pirateó. Porque la incomodidad de Duchamp nunca fue el mercado, al que renunció como artista pero del que participó como marchante: su relación con el coleccionismo fue de complicidad y realización. El suyo fue un coleccionista con capacidad de respuesta, un espectador con un acceso privilegiado y participante.

Duchamp estimaba la relación con el público en el “coeficiente del arte” que promedia, en la experiencia inconsciente de creación, el salto de la intención a la realización, refinada “como el azúcar puro de la melaza” por el espectador que es quien determina el valor estético de la obra. El acto creativo, nos dice Duchamp, no pertenece únicamente al artista: el espectador termina la obra al exponerla al mundo, descifrándola e interpretándola a través de su revelación, de sacarla a la luz. Es un espectador, por tanto, que interpela en presente al artista y le otorga sentido, reservando a la posteridad un juicio final que debe redimir, además, a las almas caídas en la desgracia del olvido. El arte es el sujeto que nos mira y el objeto que conformamos con la mirada: una relación de ida y vuelta que puede realizar por completo el coleccionista culminando, con la apropiación, un proceso de proyección y sustitución sobre esa materialidad. La selección no como la venganza que cree O’Doherty sino como la consumación de un proceso dialéctico donde el coleccionista completa la obra a través de la posesión como forma última de (re)interpretación.

Walter Arensberg -amigo, cómplice y gran coleccionista de Duchamp junto a su esposa Louise-, será uno de esos espectadores presente en el presente. Él terminará, por indicación del Duchamp, Con un ruido secreto en 1916, introduciendo un objeto desconocido para el artista en un ovillo de cordel sujeto entre dos placas de latón. El ruido de ese objeto al golpear las placas de metal pone música a la transubstanciación de la materia inerte en obra por medio de la acción de un nuevo espectador. Es en esta autoría compartida donde la hostilidad se vuelve necesaria, tornándose en confidencia y convirtiendo el solipsismo del creador en dialogo productivo.

Rocio Gracia Ipiña es doctora en Historia del Arte y profesora asociada en la UCM (Madrid) e invitada en la Escuela de Arquitectura de la UNAV (Pamplona).

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Las citas de Brian O’Doherty son de “Context as content” en Inside the White Cube. The Ideology of the Gallery Space, University of California Press, 1999 (pp.73-74) que el CENDEAC tradujo al castellano en 2011 como Dentro del cubo blanco. La ideología del espacio expositivo. El artículo de Milton Friedman, “The Social Responsibility of Business is to Increase Its Profits”, se publicó en New York Times el 13 de septiembre de 1970 (vínculo) y del sonambulismo romántico habla Guillermo Solana en “El romanticismo francés. El monólogo absoluto”, Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, vol. I, La Balsa de la Medusa, 2000, pp. 303-317.

En el artículo de Karin Orchard en Tate Papers (“Kurt Schwitters: Reconstructions of the Merzbau” no. 8, 2007) hay numerosas imágenes y una breve introducción sobre los espacios merz concebidos por Schwitters entre 1927 y 1937 y en la página web del MoMA se puede ver la reconstrucción de 2010 de la habitación proun (pronenraum) de 1923 de El Lissitzky. Sobre las instalaciones de Duchamp de 1.200 sacos de carbón y Una milla de cuerda habla David Hopkins en “Duchamp, Childhood, Work and Play: The Vernissage for First Papers of Surrealism, New York, 1942”, en Tate Papers (no. 22, 2014). Se puede oír su conferencia “The Creative Act” de 1957 grabada por Aspen Magazine en 1967 (no. 5+6 de noviembre) que se encuentra, con el resto de los números de Aspen, en Ubuweb. Para recordar la trayectoria y la vida (otra de sus obras) de Duchamp es siempre un placer volver a Calvin Tomkins cuyo libro Duchamp: A Biography de 1996, traducido por Anagrama en 1999, ha sido revisado y reeditado por el MoMA en 2014.

Empresas con cultura

Empresas con cultura: El Grupo Huarte, tres postales y algunas citas

Tengo para mí, en efecto, que en estos próximos y críticos años que nos toca vivir en España, y por lo que al mundo económico empresarial se refiere, se va a jugar bastante decisivamente, el enrolarnos, aunque modestamente, en la lista de los países capaces de andar solos, o integrar, para mucho tiempo ya, la lista interminable de los necesitados de tutela, y ello, en no poca medida, va a estar condicionado por el empuje del mecanismo empresarial como un todo y, por ende, por las motivaciones psicológicas que lo alimentan. Juan Huarte, “Carta abierta” en el número de la revista Arquitectura en homenaje a Félix Huarte, fallecido el 12 de abril de 1971.

Escribe Juan Huarte a propósito de la muerte de su padre una reflexión, que es a la vez glosa y llamada a las armas, sobre el papel fundamental que las empresas están llamadas a desempeñar en esa España en un momento crítico, vislumbrando a penas una democracia que aún se nombraba a medias como ese tiempo por venir donde se podrá elegir un sistema político u otro.

En ese momento de reflexión grave, también por su pérdida, invita a actualizar el concepto de una empresa que debía ser motor de cambio como parte de la sociedad civil, superando el dogma del afán de lucro, que simplifica y esquematiza el complejo mundo empresarial donde la Teoría Económica proponía ya acercamientos más profundos a través de estudios sociológicos sobre sus motivaciones reales, para una comprensión real de su conducta auténtica como parte de un sistema.

Primera postal: Mientras en la Metropolis de Fritz Lang (1927) el robot está a punto de transformarse para suplantar a María y promover la discordia, en el plató, la actriz que anima tanto a María como al robot, se ha quitado parte de la coraza, asfixiada de calor y la asisten para beber de una pajita. “Brigitte Helm in Metropolis sips on a Drink in Between Takes” de Erthstore.

El hombre en la máquina

Frente a la idea de la empresa máquina, gobernada para un único fin y desde la voluntad única de un inexistente hombre económico, se esboza, ya en los setenta, la idea de la empresa como entidad compleja, entramado vivo de los individuos que la animan y cuyos intereses, en cooperación o conflicto, contribuyen a su marcha y desarrollo. Este es el planteamiento de Juan Huarte cuando habla de la psicología profunda del mundo empresarial, la que incorpora las motivaciones humanas y permite pensar en la empresa como construcción social, como una asociación de personas, de voluntades y de capacidades para el cumplimiento de unos fines. Una empresa que conoce a todos los implicados en sus operaciones y reconoce su dependencia en ellos y puede, por tanto, comprometerse en procesos de responsabilidad y respuesta que radian estructuralmente los principios y valores de la organización a todos los ámbitos de la empresa.

… es una empresa ejemplar en lo que respecta al espíritu de hermandad en el equipo, que existe no solamente dentro de la misma Empresa constructora, sino dentro de todo el aparato Huarte y de todas sus partes.

Es algo que admira el espíritu que reina en este sector, y que a muchas personas puede parecerles negativo, porque es un espíritu familiar pero que yo considero una herencia buena. (Jose Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún).

Porque en una empresa tienen lugar intercambios jerárquicos y de mercado pero también otras lógicas afectivas, no necesariamente racionales ni mediadas por la organización. Y son sobre todo estas lógicas las que configuran el “ambiente” particular de cada organización, trazando caracteres singulares que conforman una cultura única y distintiva. Esa familiaridad que los arquitectos Corrales y Molezún reconocían en el Grupo Huarte y que transpira en el tono y los contenidos de la revista H-Noticias, hecha por y para los empleados, cuyo primer número glosa la historia personal de éxito del patriarca, don Félix, como mito fundacional. La cultura de empresa motiva el desempeño de rutinas y resuelve inquietudes, exige participación y consistencia de comportamiento y, a partir de ella, se imparte significado. Una construcción de sentido que en el Grupo Huarte se fijó en mucha parte en los valores de su fundador, a quien su hijo atribuye tres venas íntimas: Ingenuidad sin trampa, una enorme capacidad de encantamiento y un tremendo respeto y apoyo al valor de las personas.

Segunda postal: Una fotografía en blanco y negro a página completa. En primer plano, un parque infantil y, tras una barrera de arbustos, un imponente edificio de formas redondeadas se eleva sobre las aburridas y pequeñas edificaciones cercanas. Torres Blancas se levanta en un paisaje nevado distópico como un sueño de ciencia ficción: un edificio lleno de espacios accesorios, espacios curvos aparentemente “desaprovechados” y grandes balcones ajardinados que se abren al exterior. Un edificio pensado para otras eficiencias, concebido para los habitantes de un mundo que aún no existe. Estas imagenes de Torres Blancas bajo una nevada ilustran el texto de Francisco Javier Sáenz de Oíza “Elogio del constructor” (pp. 44-45) en la revista Arquitectura del COAM, número 154 de octubre de 1971.

El hacedor

La definición de ingenuo, “que nació libre y no ha perdido su libertad”, le sirve a Juan Huarte para equiparar al empresario y al artista por compartir un camino donde son esenciales la imaginación y una vocación por las cosas concretas. El empresario, como el artista, son hombres de acción que atienden sólo a su propia resonancia interior y para quien los condicionamientos exteriores son algo que se supera únicamente con su fuerza creadora. Un actuar entero, de “hacedor” como lo caracteriza el arquitecto Sáez de Oíza,

…los hacedores de cosas son los que ciertamente desde la oscura soledad de su sueño, pero aún más de su oficio de hacer, los que alimentan el tejido continuo del humano progreso, progreso sin límites, para ponerle pies a los cambios, freno al mar o alas al viento.

… la figura del hombre que ejecuta, que permite la realización, que facilita el sueño.

Se describe así una identidad auténtica que es también la de la empresa, cuyas dimensiones expresivas producen una actividad ingente en este caso concreto. Un despliegue que nace siempre desde lo puramente empresarial y se extiende, en ocasiones también con articulación empresarial para proyectos culturales, a muy distintos campos. La revista H-Noticias dedicaba sus contenidos a esa esfera de intereses ligada a su modelo principal de negocio, la arquitectura y la ingeniería, donde el Grupo Huarte y la familia ejercían además su mecenazgo, apoyando decididamente los nuevos lenguajes en la arquitectura a través de encargos a destacados arquitectos como Sáenz de Oíza, Jose Antonio Coderch, Fernando Higueras o Corrales y Molezún. Arquitectos de sus propias vidas en sus viviendas, y también hacedores de ese mundo nuevo que promociona la revista Nueva Forma de Juan Daniel Fullaondo, patrocinada por los Huarte, donde se apoyaba la investigación en nuevas técnicas y materiales para favorecer el impulso de la industrialización y la integración de las artes en el diseño industrial. Todo ello con el eco de aquellas ideas de las primeras vanguardias que también animan la creación de la empresa Muebles H, para la producción de un mobiliario de diseño con el que renovar el vetusto entorno cotidiano de una España en dictadura.

Un mecenazgo activo dice Ramírez de Lucas, porque es ejercido en vida, con voluntad de actuar en el presente y a través de esa capacidad de encantamiento que multiplicó sus intereses tanto como su quehacer empresarial, como explica Juan Huarte,

… esta característica psicológica profunda es la que explica el nacimiento y el estilo del Grupo H. Huarte no es hoy una empresa de construcción, sino un grupo industrial con cuarenta y cinco empresas y cerca de 15.000 colaboradores, operando en sectores tan diversos como la mecánica de precisión para el automóvil, la transformación siderúrgica, el papel y el embalaje, el comercio exterior o la alimentación.

Una capacidad de encantamiento que se observa en su mecenazgo de la música, que se aborda desde lo local y particular profundizando hacia lo inexplorado y produciendo algunos de los episodios más interesantes de nuestra cultura reciente. Así, el primer apoyo a corporaciones como el Orfeón de Pamplona, se completa con la Cátedra de Canto Gregoriano en el Conservatorio de la ciudad y más tarde el apoyo al grupo Alea, fundado en 1963 por Luis de Pablo como laboratorio de experimentación y centro de difusión de la música contemporánea y de divulgación de las músicas no occidentales que además promovía la creación encargando composiciones a músicos contemporáneos. La culminación de esta línea de acción la realizará el propio Luis de Pablo junto al artista Jose Luis Alexanco en los Encuentros de Pamplona de 1972, reunión internacional de creadores en homenaje al patriarca donde una extrema modernidad cambiará el ambiente y las calles de su tierra unos días antes de los sanfermines con el mismo espíritu colectivo.

Transferencia y retroalimentación de los modos empresariales que incluyen, para Corrales y Molezún,

…todos los caminos de la promoción, los centros de investigación y toda una serie de cosas, subsidiarias de la construcción, que requieren de una elasticidad y una independencia completamente propias, desde lo económico a lo profesional.

Una implicación que afecta a la ejecución material y la organización empresarial y que busca también cambiar el contexto a través de un mecenazgo que expresa la voluntad de quien está profundamente concernido por su presente, involucrado en el devenir de la sociedad en la que vive. Y así, se extienden sus intereses, de la familia y del Grupo, atendiendo las necesidades de los escritores contemporáneos con la fundación de la Editorial Alfaguara en 1964, al primer cargo de Camilo José Cela y con la productora X Films, bajo la dirección de Jorge Grau, que impulsó el cine experimental, produciendo piezas de artistas como Basterretxea, Sistiaga u Oteiza. Y con su decidido apoyo al arte contemporáneo, tanto por la labor individual de todos los miembros de la familia como en su vertiente pública, habilitando, con la Sala Negra, un espacio para que Fernández del Amo, director de un precario Museo Nacional de Arte Contemporáneo, pudiera dedicarse al arte informal, vertebrando la funcionalidad social del arte en la tarea de modernización del país.

Tercera postal: En las últimas imágenes de un documental tres hombres mayores hablan en lo alto de una colina una mañana de frio. Conversan mientras señalan al paisaje con una evidente complicidad, fruto de un trato antiguo. Se trata de Juan Huarte, Francisco Javier Sáenz de Oíza y Jorge Oteiza en el exterior del taller de este último. Ancianos y de movimientos torpes pero con una mirada acerada, se vuelven al paisaje navarro en el espacio donde pronto se levantará el último proyecto que los reúne, la Fundación Oteiza de Alzuza. El documental fue proyectado en la exposición de la Fundación ICO, Sáenz de Oíza: Artes y Oficios, 2020.

El sentido de lo común

Una empresa como el Grupo Huarte se sabe parte de una estructura más amplia, con capacidad de impacto en la sociedad en la que opera y busca protagonismo en la construcción social. Una empresa con cultura, realización particular de determinados comportamientos que conforman una identidad colectiva de relaciones y vínculos. Identidad que otras empresas desarrollan con su propia versión de esta visión que, a partir de las creencias y valores desarrollados internamente, la organización puede convertir en ideología.

Como la punta de un iceberg, sólo vemos sus externalidades, las que se manifiestan en acciones y artefactos, como la marca o la identidad corporativa, y se expresan en fenómenos culturales derivados como son las acciones de filantropía -asistencial o cultural-, o el mecenazgo a través de las colecciones de arte, que reflejan esos comportamientos cooperativos o sociales derivados de una relación que fija su corrección en el propio interés y también en su pertenencia al grupo.

…su profundo respeto y apoyo al valor de los demás […] esta característica psicológica profunda es la que explica el nacimiento y el estilo del Grupo H.

Esto sólo ha sido posible por esta capacidad de colaborar y potenciar el valor de hombres muy diversos, y esto explica también que la colaboración del Grupo, siguiendo el estilo de su creador en campos no industriales como los de las Artes plásticas, la Arquitectura, la Música, etc. se base en este apoyo profundo y sostenido a personalidades concretas, apoyo que les permita desplegar y potenciar su obra y su personalidad propia.

Desde luego que la excepcionalidad de los nombres que encabezan todas las empresas mencionadas remite a esa última característica que le otorga Juan a su padre y, por ende, a la organización empresarial. La apuesta por las personas pero también un valor que se extiende más allá, en esa capacidad del inventor con la que describe el crítico Santiago Amón a Félix Huarte, capaz de descubrir en lo corriente todo un universo, o mejor, un ángulo fértil de acercamiento y penetración en la coherencia universal que sirve de asiento a las cosas y a las relaciones.

En ese mundo de complejidad creciente, dice Juan Huarte, el quehacer diario está en estrecha interdependencia con el funcionamiento de un sistema como un todo. Y se decide cada día, en función de esta interdependencia. En este mundo, el empresario inventor de Santiago Amón es capaz de encontrar sentido precisamente en el meollo de la vertebración colectiva porque la del inventor es una residencia vital colindante con la de los intelectuales, el artista, el viajero… hombres en posesión del sentido común y de lo común. Un inventor de circunstancias nuevas con visión para intuir, por anticipado,

…el estímulo que, en otras vertientes de la actividad humana y a tenor de una nueva conciencia colectiva, exigía a nuevas formas de acción, de creación, de inventiva. […]

Él fue protagonista de la vida, hombre y creador en suelo cotidiano, dueño de sí y del sentido común […] Hizo suya la lógica de la experiencia a cuya luz del descubrimiento ilumina las cosas con el pálpito de su primer y remoto fulgor, de su profundo sentido.

El empresario como inventor que enraíza en lo común, para construir desde ese “respeto y apoyo al valor de las personas” que por fuerza debe ser la virtud primera de quien sabe que en la particular angulación (desde este, aquel, aquel y aquel punto de vista) del universo yace la fórmula de su descubrimiento, de su comprensión.

Rocio Gracia Ipiña es doctora en Historia del Arte y profesora asociada en la UCM (Madrid) e invitada en la Escuela de Arquitectura de la UNAV (Pamplona).

Para seguir leyendo…

Todas las referencias del texto provienen del número 154 de la revista Arquitectura del COAM, publicada en octubre de 1971 en homenaje a Félix Huarte. Se puede consultar completa aquí, como el resto de números antiguos de la revista. Se recogen específicamente citas de la “Carta abierta” de Juan Huarte (pp. 8-9), de la entrevista de Carmen Castro a Jose Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún (“Los arquitectos critican sus obras”, pp. 25-30); el “Elogio del constructor” que hace Francisco Javier Sáenz de Oíza (pp. 44-45) la reflexión sobre mecenazgo de Juan Ramírez de Lucas (“Los Huarte: Un mecenazgo activo en la vida española”, pp. 84-92) y la bellísima reflexión sobre lo común a partir de la figura del empresario que hace Santiago Amón en “Requiem por un inventor” (pp. 72-77).

Ese sentido de lo común en economía se puede ampliar en el libro de Jean Tirol, La economía del bien común, publicado por Taurus en 2017. Y para completar el hallazgo y analisis de esas motivaciones psicológicas que alimentan la empresa se puede consultar Human Foundations of Management. Understanding the 'Homo Humanus'

Lia Perjovschi Doll Alterego

Nos gusta pensar que coleccionamos por sentido y sensibilidad pero también coleccionamos para poder cerrar la puerta de casa y zambullirnos como el tío Gilito en la piscina de monedas de nuestras pasiones. Coleccionamos para aprender a vivir y a morir, porque queremos formar parte de algo que supera nuestras capacidades y porque el más allá necesita de un ajuar que hay que ir componiendo con cuidado.

Coleccionamos para entender y entendernos. De niños recogemos del parque las plumas despeluchadas de las palomas, los cantos rodados del rio y las conchas de la playa. Guardamos nuestras canicas en una bolsa y, a solas en nuestro cuarto, las extendemos en el suelo y contemplamos sus diferencias -petroleras, ojos de gato, galaxias, martas…-, recordamos en qué pipero compramos algunas y cuándo ganamos otras, quizá también a quien. Materializamos en los objetos de nuestras colecciones, nos dice Baudrillard, “los deseos, proyectos y demandas, las pasiones y todas las relaciones”.

Coleccionamos para rodearnos de cosas que estimulan nuestra razón y nuestros sentidos y disfrutar de ellas en privado. Como el tío Gilito, coleccionamos para poder zambullirnos al final de la jornada en nuestras posesiones/pasiones y disfrutar de ellas en la intimidad. No nos basta con verlas en los museos, dejarlas entre los estantes y cajas de las librerías de viejo, del chamarilero o del anticuario; no queremos que sigan expuestas en las galerías y si tienen que volver a sus embalajes queremos que éstos reposen en nuestro desván. Poseer es mucha parte de coleccionar porque necesitamos retirar estos objetos de la circulación y encerrarlos en nuestro espacio mental para dotarlos de una coherencia única y distinta de la que sólo nosotros somos el significado.

Coleccionamos para sobreponernos de nuestra propia caducidad e intrascendencia, porque una recolección donde sólo nosotros vemos sentido obra el milagro de darnos mejor vida y también mejor muerte. Uno siempre termina pagando la admisión a una buena fiesta y al final negociar con Cerbero, Xoloitzcuintle o San Pedro no es tan distinto: las transacciones anticipadas para el cuidado de las almas también retiraban bienes de la circulación poniéndolos al cuidado de “manos muertas” a cambio de intercesión. Así, se dotaban las obras pías como se han llenado sepulcros y tumbas de los más exquisitos tesoros, posesiones incluso humanas, que el finado se llevaba al más allá o más bien que los dolientes sacrificaban del más acá. Una clase de despilfarro como aquella en la que encontraba Bataille la producción de un valor que nos evita la reducción a lo puramente material y nos devuelve la dignidad a través de un acto trascendente de dádiva. Es lo que tiene el don, obliga a la retribución y no en especie sino amorosa, la que pasa por el (re)conocimiento. La búsqueda de una preminencia señala también un deseo de pertenencia: quiero verme en tus ojos que me ven. Y es cierto que las fundaciones y algunas colecciones conceden otra vida, nos salvan de una muerte por olvido y nos otorga una mejor vida en la memoria de los otros. Quién sabe si también alguna mejora en el más allá. Lo saben los Mellon y Rockefeller, Lázaro Galdiano, Maria Josefa Huarte o Placido Arango. Lo intuyen Patricia Sandretto o José María Lafuente.

Y también coleccionemos porque deseamos participar del proceso de creación, más allá de su contemplación. Porque no nos conformamos con ser sólo espectadores y queremos crear por delegación como dice Marina. Esto lo sabe cualquier coleccionista de arte contemporáneo, los que acuden a las galerías porque allí ven el arte en proceso y con el artista presente. Y parlante. El arte contemporáneo es la mejor recolección de lo que somos, con toda nuestra circunstancia, gloria y miseria, aquí y ahora, porque nos habla, desde el “lenguaje eterno del arte”, con un vocabulario del que sólo nosotros conocemos todos los matices. Coleccionar arte contemporáneo es un vértigo parecido al del teatro donde las cosas huelen, el suelo cruje y podemos oír a los actores respirar: primera fila en el espectáculo del patrimonio por venir.

Coleccionamos, en fin, porque estamos vivos y queremos seguir estándolo, inlcuso muertos. Porque, a pesar de vicisitudes, crisis y pandemias, no queremos que nuestra vida se reduzca a lo fisiológico y lo material. Y porque necesitamos mirarnos en un espejo que nos devuelva las mil imágenes de lo que somos.

Rocio Gracia Ipiña es doctora en Historia del Arte y profesora asociada en la UCM (Madrid) e invitada en la Escuela de Arquitectura de la UNAV (Pamplona).

Para seguir leyendo…

El artículo de Marina y las referencias a Bataille sobre la teoría del Don de Mauss, tomadas de Pardo, están recogidas en los Cuadernos de Arte y Mecenazgo de la Fundación La Caixa, cuyo cuarto número, “Los cauces de la generosidad. Ensayos histórico-críticos sobre los fundamentos del mecenazgo” editó el profesor Calvo Serraller. Contiene reflexiones sobre las implicaciones éticas y filosóficas del coleccionismo y la filantropía con textos del propio historiador del arte y de los filósofos Victoria Camps, José Antonio Marina y José Luis Pardo. Todos los números de los Cuadernos se pueden descargar aquí.

Las citas de Baudrillard son de “A Marginal System: Collecting” (¡quién sabe porque en inglés!) en El sistema de los objetos (1968), publicado en castellano por la editorial Siglo XXI en 2010. A partir de sus planteamientos surgen muchas de las reflexiones en torno al coleccionismo cuyas ideas animan este texto directa o indirectamente, como las de Krzysztof Pomian, Susan Stewart, James Clifford o Susan Pearce, quien editó en 1994 en Routledge una interesante compilación, incluyendo a los autores mencionados, en Interpreting Objects and Collections.

En esta sección compartiremos textos pasados y presentes, noticias y análisis, experiencias propias, ajenas y otras complicidades.

La sección arranca con un fragmento del texto  breve de Walter Benjamin (1892-1940) sobre el coleccionismo de libros como paradigma del anhelo incesante y fútil del coleccionista en su intento por completar y aprehender una colección. 

  • Desembalo mi biblioteca. Aquí está. No se encuentra aún instalada en los estantes, todavía  no la ha envuelto el tedio ligero de la clasificación. Tampoco puedo recorrer sus hileras para revisarla, acompañado de interlocutores amigos. Pero no teman. Aquí me limito a rogarles que se trasladen conmigo entre el desorden de cajas desclavadas, en un ambiente saturado de polvo de madera, sobre un suelo cubierto de papeles rotos, en medio de unas pilas de volúmenes exhumados a la luz del día tras dos años de oscuridad, para compartir desde el principio, en alguna medida, algo del ánimo, nada elegíaco sino, al contrario, impaciente, que despiertan los libros en el auténtico coleccionista. Pues es uno de ellos quien les habla, y lo hace, a fin de cuentas, únicamente de él. ¿No sería presuntuoso entonces, que enumerara aquí, apelando a una aparente integridad o sobriedad, las obras y secciones principales de su biblioteca, o que les expusiera su génesis, incluso su utilidad para el escritor? En todo caso, y en lo que me concierne, aspiro en lo que sigue a algo menos difuso, más tangible; lo que más me interesa es hacer posible una mirada sobre la relación del coleccionista con sus riquezas, ofrecer un panorama sobre el hecho de coleccionar, más que sobre una colección en concreto... 

    Fragmento extraído de: Walter Benjamin. Desembalo mi biblioteca. El arte de coleccionar. José J. de Olañeta, editor, 2012